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El Chopo y Clemente, aún con muletas, en el homenaje de despedida al baracaldés. MANU CECILIO
Entonces y ahora

Entonces y ahora

Iribar fue un portero extraordinario, sin exageración, el chopo cojonudo, sobrio pero felino

Miguel González San Martín

Jueves, 1 de marzo 2018, 00:49

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Yo era un niño cuando los jugadores del Athletic se concentraban en el parador de Muñatones antes de los partidos. Pasaban a misa caminando los sábados por la tarde. Iribar llevaba siempre un misal. Todos, naturalmente, nos quedábamos mirándolos, especialmente a él. Pilar Gallarreta, la abuela de José Antonio, mi amigo de toda la vida, contó muchas veces lo bien que le pareció aquel Iribar tan discreto y formal, el día en que se sentaron en el mismo banco de la iglesia o se dieron el agua bendita, algo así, no lo recuerdo bien.

Ahora sé que era entonces un hombre, pero todavía un muchacho, lo dice esa aritmética asombrosa, pero insobornable, de las edades comparativas, si bien nos parecía entonces una figura inmutable, ajena al paso del tiempo.

Muchos años después lo entrevistamos Jon Agiriano y yo para la serie ‘Los inolvidables’, de EL CORREO. Fue el primero de la lista. No sé si conviene acercarse tanto a los mitos, tal vez por eso la liturgia impone una manera solemne, distante, reverencial, preventiva, de acercarse a lo sagrado. Estuvo amable, tímido, y a la vez muy consciente de quien era, sin relajarse nunca del todo. Mostró mucho interés en que apuntáramos sus lecturas, como invitándonos a descubrir a la persona que hay detrás del personaje, pero sin abrirse nunca del todo, de un modo permanentemente cauteloso. Se declaró un gran admirador de Nelson Mandela: «Un hombre de paz, que sin embargo de joven practicó la lucha armada», nos dijo.

Estuvimos todo el día con él y escribimos un retrato amable a partir de los hitos más significativos de su biografía. Me sorprendió que no recordara el gol que le metió Emmerich, el extremo izquierdo de Alemania, en el mundial de Inglaterra, con un disparo convexo con la zurda, fuerte, alto, con el exterior de la bota, desde la línea de fondo. Yo nunca lo hubiera olvidado, puede que me lo siguieran metiendo aún hoy en mis pesadillas, lo mismo que a veces sueño que no he terminado la mili o los estudios, pero claro, un portero es alguien condenado, por bueno que sea, a recoger balones del fondo de la portería, y sería excesivo tormento recordar todos los goles.

Iribar sólo ganó dos Copas con el Athletic, contra el Elche y el Castellón, tampoco es un gran palmarés para lo bueno que era, si bien estuvo a punto de ganar la Liga con Ronnie Allen, el aviador de aquellos dibujos pop de Juan Carlos Eguillor que sobrevolaba con su avioneta un Bilbao inundado con vino de la Alhóndiga. Fue campeón de Europa en el 64 con España en la final del gol de Marcelino a la Rusia de Yashin. Iribar fue un portero extraordinario, sin exageración, el chopo cojonudo, sobrio pero felino, que lo mismo atrapaba con sencillez entre sus manos, como si tuviera un imán, un chutazo a puerta, que despejaba de puño o con la palma, igual se quedaba quieto confiando en su gran sentido de la colocación que se estiraba como desperezándose de palo a palo en el momento justo. Fue célebre también su saque largo con el brazo, su técnica de discóbolo.

Me cayó bien, pero me pareció que se ceñía a un papel personal e institucional del que seguramente ya no puede salirse a estas alturas, por otra parte el que casi todos esperan de él. Me pareció que miraba de reojo a los viandantes para comprobar si lo reconocían, es decir, si lo seguían queriendo. La cercanía es lo que tiene, depende mucho de las expectativas, me gustó mucho y no me gustó tanto como esperaba hablar con él. Me pareció más cordial, cercano y humilde Txetxu Rojo, por ejemplo, que tenía fama de echado para adelante, que José Ángel Iribar, sonriente pero algo envarado, celoso custodio de la historia y la grandeza del Club. Pudiera ser también que la jornada no resultara tan memorable porque no me atreví a pedir lo que tanto me hubiera gustado, que me dejara tirarle un penalti cuando estuvimos charlando sobre el césped del viejo San Mamés como si fuera lo más natural charlar, como si tal cosa, con los héroes de la infancia.

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