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Podemos discutir si en el gol tuvo más culpa Simón dejándole el recado que le dejó a Dani García, si el centrocampista se durmió y ... se dejó robar la cartera o incluso si el árbitro pudo pitar falta de Collado. Donde no puede haber debate es en la calificación del espectáculo que perpetró el Athletic durante los noventa minutos, hasta el punto de que en lugar de señalar a los dos tristes protagonistas en el gol, miramos mejor a todo el equipo para concluir que lo suyo estuvo entre lo penoso y lo lamentable. Lo más desesperante es que no faltarán quienes sigan haciendo cuentas a la espera del partido que jugará mañana el Villarreal.
Es verdad que a última hora el árbitro y los del VAR se sumaron al esperpento dejando pasar un penalti clamoroso sobre Zarraga, y que Raúl García estrelló el balón en la cepa del poste, pero, como en el partido anterior ante el Valencia, los flashazos finales no deben cegar la visión de los insufribles noventa minutos anteriores.
Cuando se enfrentan un equipo que se está jugando la vida en su campo y otro que, sí, es verdad que tiene opciones matemáticas pero no parece que crea demasiado en ellas, los puntos caen la mayoría de las veces en el lado del más necesitado. No es una cuestión solo de fútbol, porque si así fuera, el que está pensando en Europa a falta de tres jornadas, debería ser claramente superior al que está mirando al abismo. Se trata de todos esos intangibles que influyen tanto en el desarrollo de un partido. Y en este terreno la superioridad del Granada fue indiscutible.
El Athletic fue un equipo timorato, superado ampliamente en el centro del campo, con problemas graves en la defensa e inoperante con el balón; perdedor de todos los duelos ante un rival que salió dispuesto a hacerse con el partido por lo civil o por lo criminal. Pero ni siquiera le hizo falta intimidar. Le bastó meter el pie con decisión, acudir con fe a los choques y correr más que el contrario. El Athletic salió de la caseta enarbolando la bandera blanca y se pasó los noventa minutos pidiendo perdón si molestaba.
Repasar las declaraciones previas de los protagonistas mientras se observan sus evoluciones en el terreno de juego resulta un ejercicio lisérgico. El equipo que estaba obligado a ganar para subirse al último vagón del último tren que conduce a Europa fue incapaz no ya de meterle miedo a un rival que camina sobre el alambre, sino ni siquiera de discutirle la pelota.
A veces no queda más remedio que admitir la superioridad del rival. Normalmente, este reconocimiento suele producirse cuando enfrente hay un equipo poderoso. No es el caso. El Granada no es un equipo poderoso pero sí es un grupo que lucha por salvar el pellejo y está dispuesto a dejarse el alma en el intento. Y en ese terreno superó de punta a cabo a un Athletic irreconocible que por no tener, no tuvo ni la intensidad que requería el envite.
Que el gol llegara en una jugada desafortunada y cuando menos apuros estaba pasando el equipo es irrelevante. El cálculo de probabilidades apuntaba a que, tarde o temprano, alguno de los muchos errores que estaban cometiendo los de Marcelino acabaría siendo letal.
Decíamos y decían que el partido era una final. Pues bien, con una defensa remendada en la que Lekue acusó la inactividad, Vivian no fue ni la sombra de lo que era hace dos meses y Yuri volvió a evidenciar que está muy lejos de su mejor momento, un centro del campo desbordado por arriba y por abajo y una delantera inédita e intrascendente, el Athletic volvió a comportarse como se suele comportar en las finales estos últimos años, o sea, una vez más, y ya van unas cuantas, perdió por incomparecencia.
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