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Ziganda chuta a puerta para lograr el gol de la victoria del Athletic de Bilbao frente al Newcastle.
Fue hace veinte años
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Fue hace veinte años

El 1 de noviembre de 1994 la afición del Athletic vivió una de sus noches europeas más emocionantes con la victoria de su equipo ante el Newcastle

Jon Agiriano

Sábado, 1 de noviembre 2014, 00:45

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No era más que un partido de vuelta en unos dieciseisavos de final de la UEFA, pero adquirió una dimensión extraordinaria y se recuerda como una de las noches europeas más bonitas vividas en el viejo San Mamés. Me refiero al duelo contra el Newcastle, por entonces líder de la Premier League. Hoy se cumplen veinte años. Sí. Fue el día de Todos los Santos de 1994. Y aunque a uno le encantaría desmentir al tango y decir que ese tiempo transcurrido no es nada, en cuanto va a la hemeroteca se da cuenta de que no puede hacerlo. ¡Vaya si son algo veinte años!

Para empezar, este cronista no era todavía cronista del Athletic y asistía a San Mamés como un socio más. ¡Menudo cambio! Ahora que lo pienso, si esta semana me he acordado casualmente de la eliminatoria con el Newcastle quizá sea porque aquel fue el último gran partido del Athletic del que pude disfrutar con la plenitud envidiable del hincha, entregado a mi equipo, alejado de cualquier relativismo, radiantemente subjetivo y arbitrario, sin nada que interfiriera en mi pasión. (Y mucho menos un cuaderno de notas y un ordenador portátil en el que escribir a uña de caballo la crónica del partido y luego esperar, cruzando los dedos y rezando padrenuestros, a que la transmisión del texto se complete sin problemas, algo que ahora sucede con normalidad pero hace unos años era una experiencia traumática).

El partido se fue cociendo en los días previos con los mejores ingredientes. El reto era magnífico y la ilusión no tardó en desbocarse entre los aficionados rojiblancos. Dos semanas antes, el Athletic había salido vivo de Saint James Park con una de las reacciones más meritorias y sorprendentes de su historia. En el minuto 57, cuando Cole marcó el 3-0, a la tropa de Jabo Irureta sólo faltó que le dieran la extremaunción. El partido se encaminaba hacia una goleada sangrante. Las gradas de Saint James Park disfrutaban haciendo la ola. A la desesperada, Irureta sacó del campo a Tabuenka y metió en su lugar a un joven delantero, Gontzal Suances. Sólo llevaba cuatro partidos con el primer equipo. Era casi un novato. Su entrada, sin embargo, lo cambió todo. Los rojiblancos aprovecharon la relajación de las urracas para rehacerse y comenzar a atacar con peligro. En el minuto 72, Ziganda marcó el 3-1 tras culminar una jugada entre Óscar Vales y Suances. El gran golpe de efecto llegaría en el minuto 80, cuando el delantero getxotarra cabeceó a la red un centro desde la banda de Mendiguren. Fue el gol más importante de su carrera, el gol por el que siempre se le recordará.

Aquel 3-2 era una promesa de felicidad de cara al partido de vuelta. San Mamés registró un lleno histórico. La expectación era enorme. La calidad del Newcastle y las bajas de Guerrero y Valverde no arredraban a una hinchada que confiaba en los suyos y disfrutaba de ese ambiente tan especial que despiertan en este club los partidos ante los grandes de Inglaterra. Recuerdo bien aquella tarde desde mi localidad de la Tribuna Este Baja. Bueno, más o menos bien. Recuerdo que me molestó que el Athletic no jugara de rojiblanco y saliera de azul, no sé muy bien por qué, quizá porque el Newcastle era más antiguo o por una deferencia hacia el rival, que sí jugó con su primera camiseta a rayas blancas y negras.

El gol de Ziganda

Del partido me quedan retazos, sensaciones y algunas imágenes imborrables. No he olvidado, por ejemplo, el miedo que tenía a Peter Beardsley, un futbolista que me encantaba. Fue un duelo apasionante que el Athletic supo jugar con la pasión debida. Nunca olvidaré el gol de Ziganda, aquel zurdazo en una contra que Srnicek se comió de mala manera. Tampoco me olvidaré nunca del penalti que falló Garitano. Hubiera sido el 2-0, el gol de la tranquilidad que tanto ansiábamos, pero el balón pegó en poste y, aunque el deriotarra empalmó un voleón magnífico en el rechace, la jugada fue invalidada. No hace falta decir que, en ese momento de tensión máxima, nos pareció una canallada que el árbitro cumpliera estrictamente el reglamento. Muchos consideramos una injusticia intolerable, producto de la estupidez humana y quién sabe si de algunos poderes oscuros, que en los penaltis sólo fueran válidos los rechaces del portero y no los de los postes o el larguero.

Era por los nervios, claro. Y es que los minutos finales fueron un suplicio. Aquello sí que fue una prueba de estrés y no las que se practican ahora a los bancos y cajas para saber cuál es su porcentaje real de humo. Muy cerca de mi localidad, en esos minutos electrizantes, un socio mayor y de aspecto venerable se tomó el pulso poniéndose la mano en el cuello. Tras constatar que aquello se estaba desbocando, cogió su bastón, pegó dos golpes en el suelo con la contera y se levantó con mucha dignidad. Luego echó un último vistazo fugaz al terreno de juego y abandonó el campo con una sonrisa traviesa, como si le hubieran pillado in fraganti en una aventura juvenil que para él ya resultaba demasiado peligrosa

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