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El Athletic ha perdido una ocasión inmejorable para ir a Europa la próxima temporada. Tal y como se habían puesto las cosas era un viaje low cost. Bastaba empatar en el Sánchez Pizjuán ante un Sevilla diezmado por las lesiones. Caparrós tuvo que recurrir a futbolistas de tercera fila para completar la alineación y el banquillo. Garitano y los suyos no estaban obligados a protagonizar un cantar de gesta. Empatar en el Sánchez Pizjuán no era precisamente una epopeya; bastaba con hacer un partido ordenado, dejar que pasara el tiempo y coincidir con los rivales en la idea de que hacía demasiado calor para correr persiguiendo la nada.

El fútbol, lejos de lo que afirman sus detractores, también sirve para aprender idiomas. No es que nos haya enseñado a hablar inglés, pero sabemos decir penalti, offside –castellanizado orsay–, y hemos deducido que córner significa esquina. El italiano nos dejó al libero y el catenaccio, pero en los últimos tiempos la palabra que más ha sonado en la lengua de Dante ha sido biscotto, que suena más dulce y musical que chanchullo, apaño o enjuague, pero viene a significar lo mismo.

No hacía falta ser demasiado suspicaz para sospechar que el Sevilla y el Athletic pudieran alcanzar un pacto tácito a medida que fueran comprobando que el empate era un buen resultado para los dos. De hecho, durante los cuarenta y cuatro primeros minutos del partido, hasta el más entusiasta comentarista de televisión que, desde que el fútbol es de pago siempre ve un partidazo donde el aficionado medio observa una castaña, hubiera admitido que los jugadores de los dos equipos habían salido al campo a echar la tarde al solecito.

Suele ocurrir en este tipo de partidos que siempre hay versos sueltos, futbolistas que o no se enteran o no se quieren enterar de lo que está pasando o que, como el escorpión, llevan en su naturaleza lo de competir hasta el extremo incluso jugando al parchís con su abuela. Raúl García es uno de estos futbolistas. Consiguió que le sacaran la amarilla al tercer intento y fue como el ruido de una carraca en medio de la nana que sonaba en el Pizjuán.

En el Sevilla también había algunos versos sueltos. Munir, por ejemplo, o Ben Yedder, que no tuvo más remedio que marcar a puerta vacía cuando solo faltaba un minuto para repasar en el vestuario los marcadores de otros campos y establecer la estrategia adecuada para actuar en consecuencia.

El gol del Sevilla bien pudo tomarse como un accidente que no debería tener mayor trascendencia. Al fin y al cabo, el Athletic tenía medio partido por delante para arreglar el roto. Era previsible que los de Garitano regresaran al campo dispuestos a comerse la hierba y al rival. Pero no. El equipo que volvió fue el mismo que se llevó tres puntos de regalo de Leganés gracias a un autogol, o el que hizo el canelo en Valladolid. Peor. En Pucela al menos hubo un último cuarto de hora al que aferrarse para justificar el sueldo. En Sevilla, ni eso. El espectáculo de impotencia, impericia y apatía que dieron los rojiblancos a lo largo de la segunda parte quedará para los restos.

Lo peor de perder un partido como éste no es el hecho de la derrota, sino la cara que se te queda y esa horrible sensación que se tiene cuando te quedas a solas contigo mismo y te das cuenta de que has hecho el pardillo.

A la vista del espectáculo que ha dado este equipo en su última actuación, es mejor respirar hondo, muy hondo, y suponer por un momento qué hubiera sido de nosotros y de nuestra salud si en lugar de estar disputando un billete europeo el Athletic hubiera estado ayer jugándose el descenso, una hipótesis bastante plausible cuando Garitano asumió el cargo. El que no se consuela es porque no quiere.

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